Conservo aún parte de la información que se produjo cuando hubo un reconocimiento generalizado de que la humanidad había completado otra etapa de 2 mil años en su larga, penosa y esperanzada vida. Habíamos llegado al año 2000.
Las imágenes de la prensa mostraban millones de brazos que se alzaban al sol saludando el nuevo día y al nuevo milenio. Las crónicas hacían hincapié en las manifestaciones de alegría y los rituales de culturas antiguas cumplían la renovada expresión de reverencia en los vestigios arqueológicos situados en puntos distantes del planeta.
Algún periódico mencionaba que los cinco continentes habían llegado al año 2000 sin desbordamientos y sin que el problema informativo del “Y2K” estropeara el ambiente festivo. También subrayaba que la medianoche del 31 de diciembre de 1999, en el espacio aéreo solamente los fuegos artificiales iluminaban la oscura noche que quedaba atrás definitivamente. La música de todos los tiempos servía de fondo propicio para que estallara el optimismo y los buenos deseos para todos.
Recuerdo que el posible colapso del “Y2K” preocupaba a todo el mundo. Este temor generó gastos por más de seis mil millones de dólares, equivalente al costo de la segunda guerra mundial. Ese fin del año 1999, más allá de las negras profecías, las nubes amenazantes del Popocatépetl constituían un velado presagio que mantuvo alerta el ánimo de los mexicanos.
Han pasado ya dieciséis años, largos y penosos. Hoy que nos encontramos a finales del año 2016, no solo leo y veo a diario sobre las ejecuciones en todas las entidades del país, hoy me entero de cuerpos sin cabeza, sin manos, sin dedos, signos inequívocos de los mensajes que la delincuencia perfectamente organizada envía a quienes traicionan sus viles acciones y dejan de cumplir con sus órdenes. Parece ser que conforme avanza el siglo, así nos emparejamos con lo más vil y deleznable que hay en el ser humano: ese ingobernable sentimiento de ser el lobo del hombre.
Y veo que nuestro país entra en un torbellino de inseguridad física y patrimonial, de desequilibrios económicos, de incremento de la pobreza, de altísimos sentimientos de desconfianza, de corrupción junto con su compañera inseparable la impunidad, de desinterés por el prójimo, y del gran cinismo de los gobernantes para pretender tapar el sol con el meñique. Y aunado a ello, todo lo que ya se ha pronosticado y predicho para los inicios del siguiente año, que ya no se llama “cuesta de enero, sino de enero, febrero, marzo y abril”.
Lo cierto es que hoy tenemos un país desinformado y cacarizo. Desinformado por todas las mentiras y vilezas que a diario se esparcen, cacarizo por los huecos y los hoyos que los habitantes tienen en los bolsillos y en los estómagos.
No cabe duda que cuando llegó el año 2000, todas las campanas anunciaron la buena nueva. Todavía esperamos que un horizonte ancho y luminoso de vida plena nos espera, cuando abordamos el primer minuto de cada año nuevo. Sin embargo, y sin ser pesimista, solo creo que no veremos escenarios nuevos, distintos. Y me temo que estos escenarios, por su crudeza, seguramente nos estremecerán.
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