La muerte es el destino inexorable de toda vida humana y es natural que nos asuste y angustie su realidad, sobre todo cuando vemos de cerca el peligro de morir o cuando afecta a nuestros seres queridos.
Este resumen dedicado a la celebración del Día de Muertos tiene el propósito de acercar a niños y adultos con la idea de la muerte, para que la vayan aceptando como parte inevitable de la vida humana, conocer cómo algunas culturas antiguas también hacían ritos sobre la muerte; y fortalecer su carácter desde el punto de vista religioso.
Más que el hecho de morir, importa más lo que sigue al morir. Ese otro mundo sobre el que hacemos representaciones, costumbres y tradiciones que se convierten en culturas, todas de igual importancia, ya que ese camino desconocido que la muerte nos señala, sólo es posible imaginarlo con símbolos.
EL CULTO A LOS MUERTOS EN OTRAS CULTURAS
En culturas antiguas como en China y en Egipto, el culto a los muertos era un símbolo de unidad familiar. Les rendían reverencia construyendo templos y pirámides. En China por ejemplo, en los aniversarios, se quemaba incienso, se encendían candelas y se colocaban ofrendas de alimentos sobre un altar. Eran los días en los que se recordaban las grandes deudas que se tenían con los antepasados.
Los antiguos egipcios creían que el individuo tenía dos espíritus. Cuando fallecía, uno de los espíritus iba al más allá, y el otro quedaba vagando en el espacio, por lo que tenía necesidad de comer. Consideraban que este espíritu vivía en el cuerpo que ellos cuidadosamente habían embalsamado, y de esta manera el espíritu seguía existiendo. Este espíritu era el que recibía las ofrendas.
LOS ANTIGUOS MEXICANOS Y EL CULTO A LA MUERTE
La fiesta de muertos estaba vinculada con el calendario agrícola prehispánico, porque era la única fiesta que se celebraba cuando iniciaba la recolección o cosecha. Es decir, era el primer gran banquete después de la temporada de escasez de los meses anteriores y que se compartía hasta con los muertos.
En la cultura Náhuatl se consideraba que el destino del hombre era perecer. Este concepto se detecta en los escritos que sobre esa época se tienen. Por ejemplo, existe un poema del rey y poeta Netzahualcóyotl (1391-1472): Somos mortales / todos habremos de irnos, / todos habremos de morir en la tierra… / Como una pintura, / todos iremos borrando. / Como una flor, / nos iremos secando / aquí sobre la tierra… / Meditadlo, señores águilas y tigres, / aunque fuerais de jade, / aunque fuerais de oro, / también allá iréis / al lugar de los descansos. / Tendremos que despertar, / nadie habrá de quedar.
Este sentimiento de la representación del destino se debe entender en el sentido de que los aztecas se concebían como soldados del sol, cuyos ritos contribuían a fortalecer al Sol-Tonatiuh en su combate divino contra las estrellas, símbolos del mal y de la noche o de la oscuridad. Los aztecas ofrecían sacrificios a sus dioses y, en justa retribución, estos derramaban sobre la humanidad la luz o el día y la lluvia para hacer crecer la vida.
El culto a la muerte es uno de los elementos básicos de la religión de los antiguos mexicanos. Creían que la muerte y la vida constituían una unidad. Para los pueblos prehispánicos la muerte no era el fin de la existencia, sino un camino de transición hacia algo mejor.
Esto salta a la vista en los símbolos que encontramos en su arquitectura, escultura y cerámicas, así como en los cantos poéticos donde se evidencian el dolor y la angustia que provoca el paso a la muerte, al Mictlán, lugar de los muertos o descarnados que esperan como destino más benigno los paraísos del Tlalocan.
El sacrificio de muerte no era un propósito personal; la muerte se justificaba en el bien colectivo, la continuidad de la creación; importaba la salud del mundo y no entrañaba la salvación individual. Los muertos desaparecen para volver al mundo de las sombras, para fundirse al aire, al fuego y a la tierra; regresan a la esencia que anima el universo.
Los sacrificios humanos se consideraban como el tributo que los pueblos vencedores pagaban a sus dioses, y ellos a su vez alimentaban la vida del universo y a su sociedad.
Por otro lado, cuando alguien moría, organizaban fiestas para ayudar al espíritu en su camino. Como en la antigua cultura egipcia, los antiguos mexicanos enterraban a sus muertos envueltos en un «petate», les ponían comida para cuando sintieran hambre, ya que su viaje por el Chignahuapan (del náhuatl: nueva apan, en el río; o «sobre los nueve ríos»), parecido al purgatorio, era muy difícil de transitar porque encontrarían lugares fríos y calurosos.
LA CELEBRACIÓN EN LA ACTUALIDAD
Esta celebración conserva mucha de la influencia prehispánica del culto a los muertos, las encontramos en Tláhuac, Xochimilco y Mixquic, lugares cercanos a la ciudad de México. En el estado de Michoacán las ceremonias más importantes son las de los indios purépechas del famoso lago de Pátzcuaro, especialmente en la isla de Janitzio. Igualmente importantes son las ceremonias que se hacen en poblados del Istmo de Tehuantepec, Oaxaca y en Cuetzalán, Puebla.
Sobre sus altares encienden velas de cera, queman incienso en bracerillos de barro cocido, colocan imágenes cristianas: un crucifijo y la virgen de Guadalupe. Ponen retratos de sus seres fallecidos. En platos de barro cocido se colocan los alimentos, productos que generalmente ahí se consumen, platillos propios de la región. Bebidas embriagantes o vasos con agua, jugos de frutas, panes de muerto, adornados con azúcar roja que simula la sangre. Galletas, frutas de horno y dulces hechos con calabaza.
SENTIDO MEXICANO DE LA MUERTE
En el México contemporáneo tenemos un sentimiento especial ante el fenómeno natural que es la muerte y el dolor que nos produce. La muerte es como un espejo que refleja la forma en que hemos vivido y nuestro arrepentimiento. Cuando la muerte llega, nos ilumina la vida. Si nuestra muerte carece de sentido, tampoco lo tuvo la vida, «dime como mueres y te diré como eres».
Haciendo una confrontación de los cultos prehispánicos y la religión cristiana, se sostiene que la muerte no es el fin natural de la vida, sino fase de un ciclo infinito. Vida, muerte y resurrección son los estadios del proceso que nos enseña la religión cristiana. De acuerdo con el concepto prehispánico de la muerte, el sacrificio de la muerte -el acto de morir- es el acceder al proceso creador que da la vida. El cuerpo muere y el espíritu es entregado a Dios (a los dioses) como la deuda contraída por habernos dado la vida.
Pero el cristianismo modifica el sacrificio de la muerte. La muerte y la salvación se vuelven personales, para los cristianos el individuo es el que cuenta. Las creencias vuelven a unirse en cuanto que la vida sólo se justifica y trasciende cuando se realiza en la muerte.
La creencia de la muerte es el fin inevitable de un proceso natural. Lo vemos todos los días, las flores nacen y después mueren. Los animales nacen y después mueren. Nosotros nacemos, crecemos, nos reproducimos en nuestros hijos, después nos hacemos viejos y morimos. A menudo en un accidente perdemos a nuestros seres queridos, un amigo, un hijo o un hermano.
Es un hecho que la muerte existe, pero nadie piensa en su propia muerte. En las culturas contemporáneas la «muerte» es una palabra que no se pronuncia. Los mexicanos tampoco pensamos en nuestra propia muerte, pero no le tenemos miedo porque la fe religiosa nos da la fuerza para reconocerla y porque quizás también somos un poco indiferentes a la vida, supongo que así es como nos justificamos.
El desprecio, el miedo y el dolor que sentimos hacia la muerte se unen al culto que le profesamos. Es decir, que la muerte puede ser una venganza a la vida, porque nos libera de aquellas vanidades con las que vivimos y nos convierte, al final, a todos por igual en lo que somos, un montón de huesos. Entonces la muerte se vuelve jocosa e irónica, la llamamos «calaca», «huesuda», «dientona», “dientuda” “pelona” , «flaca», «parca». Al hecho de morir le damos definiciones como «petatearse», «estirar la pata», «pelarse», “morirse”. Estas expresiones nos permiten jugar y en tono de burla hacer refranes y versos. Está muy extendida la costumbre de escribir versos jocosos sobre personas y personajes vivos, figuras públicas de la política, del ambiente artístico, deportistas, y hasta de familiares y amigos. Y es verdaderamente un gusto y un desahogo escribir estas llamadas “calaveras” que exprimen la imaginación del autor y generalmente mencionan las virtudes o defectos que llevaron al mas allá al personaje biografiado.
En nuestros juegos la muerte está presente con las calaveritas de azúcar o recortes de papel, esqueletos coloridos, piñatas de esqueletos, títeres de esqueletos y cuando hacemos dibujos en caricaturas o historietas.
Y en nuestra mesa comemos con gusto los huesos o la calavera de un pan de muerto, azucarado y rico, acompañado de una taza de chocolate, o de café con leche, o solo leche. Y así nos comemos a nuestros muertos, los degustamos, los digerimos y los pasamos al interior de nuestros cuerpos, como si comulgáramos con ellos, como si los hiciéramos nuestros. Así somos los mexicanos. Somos de chía y de azúcar, como dice el bardo. Somos un pueblo excepcional. En estos días vivimos con la muerte, y en el resto del año también.