Hace mucho –1940– el escritor, novelista y biógrafo parisino Paul Morand se preguntaba: ¿Dónde principia un viaje? ¿Dónde la idea primera de ir y venir de un lugar a otro, que es como decir, dónde principia un amor o una amistad? Viajar es como decir aventura, adentrarse en lo desconocido, descubrir nuevas tierras y otros rostros. La primera actividad que llevó a cabo aquel homínido al salir de su caverna hace millones de años, fue un viaje, un “tour” para reconocer los alrededores de su guarida, fue el primer turista de la historia.
Era la segunda mitad del siglo 20 y se expandían entonces los modernos aviones y los grandes trasatlánticos, y las carreteras se hacían más anchas y los ferrocarriles más veloces. Todo –decía Morand– necesita de un momento de misterio para ser concebido: el azar de un encuentro, el impacto casual de un anuncio a colores, la distraída lectura de un prospecto, el golpe de vista sobre un Atlas a través del enrejado de latitudes y longitudes.
Me imagino a los viajeros de entonces –como los de ahora– detenidos en los escaparates de las compañías de navegación, fascinados por esos modelos a escala de los barcos, donde no faltaban sino los pasajeros y el mareo. ¿Quién no salió de ahí con los bolsillos llenos de folletos diseñados con diferentes colores para ubicar las diversas zonas del crucero? El azul para los camarotes, el verde para las cubiertas, el blanco para el comedor…
Ahora bien, hay de viajes a viajes. Los de negocios serán agradables y de buen recuerdo siempre y cuando haya éxito en lo tratado; los de dolor y sufrimiento no se desean a nadie. Tal vez los de recuerdo más duradero son aquellos de placer, ya sea por avión o en barco; se disfrutan desde el momento mismo de recibir los boletos y los pases de abordar; y durante toda la narrativa posterior a familiares y amistades. Se reúnen a las amistades y se relatan y muestran las fotografías de hoteles, restaurantes, playas, museos, centros de diversión. Se lucen las vestimentas adquiridas, los recuerdos, los “souvenirs”. Y por sobre todo se hace gala de conocimientos, de saber, de ver y comparar con lo propio. Los viajes y periplos de placer son para tenerlos presentes una y otra vez, permanentemente.
Felices días de recreo para los viajeros, desfile interminable de paisajes, choque de climas, confusión de idiomas y costumbres. ¿No cantaba el griego Constantino Petrous Cavafis en su famoso poema Ítaca que el trayecto es la esencia misma del viaje? ¿No es el ir yendo lo verdaderamente fascinante?
Viajar es vía, es camino, es el recorrido por el cual el género humano va moldeando su destino. Es el placer, la aventura, el disfrute del tiempo, la contemplación de la noche plena con sus batallas siderales, el reencuentro con la propia conciencia, la medida aproximada del planeta en que vivimos. Viajar es mucho, mucho más que todo eso porque el pensamiento es un trayecto.
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