Francisco Fonseca
El desarrollo de la humanidad no ha tenido siempre un impulso franco, progresivo. Las ideas y los hechos luminosos que han transformado al mundo, tienen su contraparte, obstáculos que el hombre mismo, absurdamente, ha puesto en su camino. Así, junto a la explosión de su genialidad permanecen encubiertas mil formas de comportamiento disparatado que frenan su destino natural.
En este sentido –precisamente la falta de sentido común– drama y comedia van de la mano. Toda suerte de hechos increíbles, de leyendas y mitos irracionales, llenarían el más grande muestrario de lo absurdo con ejemplos que hablan de la experiencia de siglos.
Sueños afiebrados y tradiciones aceptadas, forman la levadura de lo absurdo. Por ejemplo, mucho de la búsqueda y la exploración de tierras nuevas en siglos pasados, tuvo su origen en la teoría de que el oro – causa de guerras injustificadas entre países y de campañas despiadadas para obtenerlo -, se ofrecía sin reservas al primero que se atreviera a buscarlo. Bien sabemos las consecuencias de esta búsqueda. La voz del rey Midas resuena con mayor brío en nuestros tiempos.
Y qué decir de quienes –refractarios a la comunicación–, hacen complejo lo que es simple, y sinuoso lo directo. Humor inconsciente y papeleo interminable como el de un funcionario de un país del primer mundo que informó a su superior: “El contacto verbal con el señor X, respecto de la notificación de promoción adjunta en la que se destaca que prefiere declinar el nombramiento”. Treinta y una palabras en lugar de cinco: “X no desea el empleo”.
Con ese mismo criterio barroco se hicieron las leyes que un país europeo utilizó en el siglo 18, para enviar a la cárcel a un asno sin dueño por haber destruido objetos de valor en la vía pública. Árboles genealógicos dictados por la vanidad, colecciones inútiles, protocolos retorcidos que son producto de mentes alucinadas o como decía Voltaire, de “los caballeros de la ignorancia, los paladines del papeleo, los campeones de la confusión”.
Ahora bien, durante siglos las oligarquías de siempre, dirigiendo las fuerzas de las grandes potencias se distribuyeron a sus anchas, el mundo entero. Entre lo absurdo y la confusión invadieron, explotaron, sacrificaron y exprimieron. Por supuesto que la Iglesia participó en estas conquistas y obtuvo buenos protectorados, abanderada de lo que decían era la palabra de Dios.
Hoy el mundo se debate en las transformaciones de la democracia. Durante la Segunda Guerra Mundial fueron liberados, al fin, los cuatro jinetes del apocalipsis quienes siguen, hasta la fecha, cabalgando campantes por todo el planeta que se convulsiona entre las calamidades bíblicas. Son los triunfos de las democracias modernas.
México no escapa de esta vorágine. Estamos viviendo y sintiendo tiempos difíciles; es la lucha por el poder.
El poder se ha encarnado en gobernantes sin escrúpulos, quienes no apoyan o ven de lejos al alto círculo gubernamental. Así, es más difícil deshacerse del poder y voltear a ver al ciudadano. La partidocracia y la danza de los millones para el INE, crean ambientes virtuales y se envuelve a la población. El país se convierte en un laboratorio en el cual nos movemos y brincamos como cuyos o ratoncitos cuando recibimos un choque eléctrico.
Precisamos una nación más fuerte en sus instituciones. No necesitamos mesías intolerantes ni agitadores sociales. Ya se acerca y a pasos agigantados el año 2018. Necesitamos cordura, paz, entendimiento.