El 30 de julio se cumplirán 205 años del sacrificio del Padre de la Patria, don Miguel Hidalgo y Costilla.
Hecho prisionero junto con Ignacio Allende, Juan Aldama y José Mariano Jiménez, fueron llevados, por órdenes del virrey Venegas, hasta la villa de San Felipe el Real de Chihuahua el jueves 23 de abril de 1811, casi un mes después de su captura. Fueron ingresados en el exColegio de Nuestra Señora de Loreto de la Compañía de Jesús, abandonado sin concluir y convertido en Hospital Militar. Los ubicaron en celdas separadas. En el Convento de San Francisco pusieron a otros jefes, entre ellos a José Mariano Abasolo, Santos Villa, su pariente, Mariano Hidalgo, su hermano.
Del 7 al 10 de mayo siguientes, el severo juez Ángel Abella se abocó a interrogar al cura Hidalgo haciéndole casi 50 preguntas acerca de su actuación al frente del movimiento independentista. Finalmente, logró inculparlo de sedición y de traición a la corona. Las sesiones fueron tan largas y tediosas que el generalísimo terminaba con fuertes dolores de cabeza.
El 10 de mayo fueron fusilados por la espalda varios de sus compañeros de armas que habían sido recluidos en San Francisco. El jueves 6 de junio escuchó a través de las paredes de su calabozo las ejecuciones de su hermano Mariano, de su pariente Santos Villa y otros incondicionales. Sintió un gran remordimiento por haberlos llevado hasta allí. El 26 de junio fueron pasados por las armas Ignacio Allende, Juan Aldama y Mariano Jiménez, cuyos cuerpos fueron decapitados.
La causa de Miguel Hidalgo era del mixto fuero, o sea, que por su condición de cura debería ser juzgado también por su Iglesia. El domingo 28 de julio se procedió al acto de su degradación como sacerdote. Fue revestido con las prendas eclesiásticas: alzacuello, sotana, casulla y ornamentos de color rojo. Lo hicieron arrodillarse y extender las manos; con un cuchillo el juez eclesiástico le raspó las palmas y las yemas de los dedos diciendo: “Te arrancamos la potestad de sacrificar, consagrar y bendecir que recibiste con la unción de las manos y los dedos”. Fue puesto de pie y poco a poco le fue quitando cada uno de los ornamentos sacerdotales. Con una tijera le cortó a Hidalgo un poco de pelo de la parte posterior de la cabeza para no dejar señas de la tonsura y desbaratar la coronilla.
A las seis de la mañana del 30 de julio le avisaron al generalísimo que la hora de su ejecución se acercaba. Era una mañana luminosa, llena de Sol. Fue llevado al exterior del edificio, ante más de mil soldados que llenaban la Plaza de San Felipe. Un tambor tocó sus redobles secos. Las campanas de los templos empezaron a doblar a ritmo lento, previniendo al vecindario elevara sus oraciones por el reo. El pelotón que formaría el cuadro de fusilamiento era de doce hombres alineados en tres filas de cuatro, y bajo las órdenes del teniente Pedro Armendáriz. Muchos hombres y mujeres llenaron la plaza, la mayoría alertados por el tañido fúnebre.
A Hidalgo querían fusilarlo sentado y de espaldas pero se negó con firmeza. Le vendaron los ojos y le ataron las piernas con las patas del asiento. Hidalgo puso su mano en el pecho como indicando adonde apuntar. Sonó una descarga pero no cayó, solo torció un poco el cuerpo y se le cayó la venda de los ojos; vino la siguiente descarga, y la tercera y no derribaron al caudillo. Por fin, Armendáriz ordenó a dos soldados que pusieran la boca de sus fusiles en el corazón y dispararan por cuarta vez. Miguel Gregorio Antonio Ignacio Hidalgo Costilla Mandarte y Gallaga rodó por el suelo en medio de un gran charco de sangre. Eran las siete de la mañana del 30 de julio de 1811. Durante el siguiente mes de agosto, las cabezas de Hidalgo, Allende, Aldama y Jiménez fueron enviadas en una gran caja de sal a Guanajuato, en donde fueron colocadas en cuatro escarpias en la famosa Alhóndiga de Granaditas. Allí permanecieron diez años.
Hoy que México se debate en un ambiente de sensación incierta, de pesadez, de ansias mesiánicas de poder debemos volver los ojos hacia aquellos mexicanos auténticos, que nos dieron Patria y Libertad, dones inmaculados. La sensación del cambio es cierta, auténtica, cercana. El cambio será a todas luces provechoso y luminoso. De esa luminosidad, como la de la mañana del sacrificio de Hidalgo.
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