La historia del hombre que siempre gana, el más exitoso deportista olímpico que nunca se vio, podría resumirse en marcas de impresión, en un reguero de medallas y la huella más profunda que nunca nadie dejó en la natación. Pero eso queda para Disney, porque detrás de las marcas, corriendo en paralelo, no todo fueron ganas de competir o de ser mejor.
La vida a Michael Phelps le hizo un tremendo deportista, pero él mismo, con el tiempo, tuvo que aprender a ser persona. No siempre es sencillo estar en la cumbre, allí donde nadie ha llegado, y saber cómo reaccionar, como comportarse. Ahora llega, una vez más como estrella intocable a los Juegos de Río. Pero no es el mismo Phelps.
La infancia del nadador no fue sencilla. Era el niño de los pies grandes al que daba miedo el agua pero que recurrió a ella como una manera de escapar. Sus padres se separaron cuando él tenía solo nueve años y aquello fue un shock para él. La relación con su progenitor ha tenido altos y bajos, momentos de cordialidad y otros dramáticos. Él empezó a nadar y, con su fisionomía y esfuerzo, poco a poco fue logrando hitos que hoy parecen insuperables.
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Estuvo con 15 años en los Juegos de Sidney, pero aquel niño aún no era el superatleta. Para eso tenía que pasar algo más de tiempo, que los músculos fuesen madurando hasta aportar la suficiente energía para la carga de trabajo a la que se someten los mejores. En el siguiente ciclo olímpico, sin embargo, ya empezó a ser la comidilla del mundo de la natación. Sus cuatro oros y dos platas en los mundiales de Barcelona, en 2003, le señalaron como el mejor nadador del mundo. Él, como si quisiese ponerse las cosas aún más difíciles, anunció que en Atenas nadaría ocho pruebas. Eso le ponía en la vía de conseguir lo que nadie antes había conseguido, ocho oros, pues el récord en ese momento estaba en los siete de Mark Spitz en Múnich 74. No lo consiguió.
Fueron solo seis oros y dos bronces, aunque quizá el adverbio ‘solo’ sea un castigo excesivo para esa frase. Ganar seis oros olímpicos estaba, sigue estando hoy en día, muy lejos del alcance de los seres humanos normales. De hecho, cuando él lo consiguió era un terreno que solo Spitz había superado y en el que se podía sumar a Vitaly Scherbo (seis oros en gimnasia en Barcelona) y a la alemana oriental Kristin Otto, que logró otros tantos en natación en Seúl. Un grupo selecto, muy exclusivo. Un éxito colosal. Pero por debajo del objetivo, un poquito por debajo.
En el siguiente ciclo, el que le llevaba hasta Pekín, volvió a epatar con su nado. Era el mejor y mantenía el mismo reto que cuatro años: superar a Spitz. Esa vez lo logró. En las piscinas chinas Phelps, que iba por el camino acumulando récords del mundo, no dejó a sus rivales ni un resquicio de gloria. Se la quedó toda para él, los ochos horos, mandar a una posición buena, pero no única, a Spitz, la confirmación definitiva de que él y nadie más que él era el mejor nadador de todos los tiempos. Y el mejor olímpico. Y, quizá, el mejor deportista. El chico de Baltimore lo era todo.
El camino hasta Londres
Siguió entrenando, pensando en Londres, pero los retos ya no eran los mismos. Él ya era el más grande, Londres iba a ser excitación, diversión y éxito, porque el éxito siempre está ahí. Pero ya no era lo mismo y Bob Bowman, el entrenador que le siguió desde los once años, el que moldeó al mito, lo pasó muy mal para embridar al aún joven nadador. Tuvo una ruptura amorosa, la relación con su padre iba de mal en peor, cogía el móvil cada noche buscando amigos para salir. De esta época datan aquellas fotografías que le mostraron fumando de una pipa de agua que le supusieron una sanción y le sacaron de unos mundiales. También su primera detención por conducción bajo los efectos del alcohol.
Empezó a saltarse días de entrenamiento. Por más que Bowman intentaba embridarle el de Baltimore había perdido la regularidad. De nada sirvió llamar a los amigos para que fueran los viernes a verle a la piscina, él aparecía solo a veces. Y en una de esas todo estalló. Bowman y Phelps se gritaron y el nadador no apareció en diez días por la piscina. Solo una entrevista concertada le hizo retornar al agua, no quería que se supiera. La única solución que encontró para disciplinarle fue marcharse seis semanas a Colorado Springs, donde la federación estadounidense de natación tiene un complejo para entrenar en altura. Estuvieron allí seis semanas y Bowman tuvo que leer que aquello fue un plan genial. Se rió, porque él bien sabía que no había sido estrategia sino desesperación.
Y, a pesar de todo eso, ganó cuatro oros y dos platas en Londres. Dice Janet Evans, la mítica nadadora, que Phelps es bueno cuando no se entrena y genial cuando lo hace. Los resultados no pueden darle más la razón. Y eso que empezó en el 400 estilos quedando cuarto, razón suficiente para que la prensa especializada le considerase ya amortizado, casi cosa del pasado. Las palabras tuvieron que reformarse en los días siguientes, no se había ido. Hay en ese Phelps un rasgo que le ha acompañado en toda su carrera, quizá el gesto que le separa del resto de los humanos: es un fiero competidor. Ryan Lochte, que durante años fue su principal rival en el agua, señala que cuando compites con él sabes que no puedes dejarte ni un mínimo de energía por utilizar, pues él la va a usar toda.
Londres era el final. Michael Phelps, el deportista olímpico más laureado, le decía al mundo, 22 medallas -18 de ellas de oro- después que su carrera había terminado, que nunca más sería nadador. Siguió su vida errática, la de salir de lunes a domingo, engordó lo lógico para alguien que ya no hace kilómetros y kilómetros cada día en la piscina. En 2013, durante unas vacaciones, Phelps recuperó las ganas. Llamó a Bowman para decirle que competiría en Río. «De ninguna de las maneras», respondió el entrenador. Su experiencia anterior, el camino hasta Londres, había sido demasiado. Poco a poco fue convenciéndole y volvieron, pero el nadador no mostró el compromiso necesario. Entrenaba, sí, pero solo a medias. Bowman estaba preocupado porque las noticias de la vida privada de Phelps, casi un hijo para él.
La detención
Y así fue hasta el lunes 29 de septiembre de 2014. Aquella noche Phelps salía del casino y fue detenido por una patrulla de la policía al verle dando bandazos con el coche. El control de alcoholemia le puso casi al doble de lo permitido en el estado de Maryland. Phelps tenía un problema, uno importante. La prensa se arremolinó alrededor de su casa, la familia y los amigos más cercanos se acercaron para arroparle. No estaba Bowman, tampoco su padre. Poco a poco le fueron convenciendo de que no valía con pensar en cambiar, algo que ya había prometido varias veces. Había que conseguirlo. Le convencieron, no sin reticencias, de internarse en un centro de rehabilitación.
Phelps, que empezó perdido, se lo terminó tomando como un reto. Eso en otros no es decir mucho, pero un competidor así afronta el desafío de otra manera, como un depredador. A mitad de su tiempo allí le dijeron que invitase a algunos familiares y amigos para su rehabilitación. Él decidió sumar a su expedición -junto a su madre, sus dos hermanas y su prometida- a su padre, con quien no se hablaba en aquel momento. El tiempo en la clínica le valió para la introspección, para conocerse, para entender al ser humano que está más allá del deportista. Así se lo explicó a su padre.
Y cuando salió empezó a nadar de nuevo. Ahora sí era Phelps, con fuerza, con determinación. El mejor nadador de todos los tiempos es, además, un loco de la estadística y el análisis. Se hace pruebas de lactato todos los días, lleva al milímetro sus constantes, es un apasionado del cronómetro. Todo eso volvió a funcionar a pleno ritmo. No pudo ir a los campeonatos del mundo de Kazán por estar suspendido. Allí Chad Le Clos, uno de sus grandes rivales, nadó los 100 metros mariposa en 50.56 y dijo poco después que era un buen momento para que Phelps se quedase callado, pues no había hecho ese tiempo en cuatro años. Una semana después, en los nacionales, el americano hizo 50.45, su mejor marca en cuatro años.
De hecho Phelps, en 2015, nadó a unos ritmos que llevaba mucho tiempo sin lograr. Se puso en marcha con mucha fuerza y recordó al mejor de siempre, acercándose incluso a los tiempos que registraba siendo mucho más joven y con bañador de poliuretano, ahora prohibido.
El último capítulo está aún por contar. Michael Phelps nadará tres pruebas individuales y algunas más de relevos, dependiendo de las necesidades. Puede ser la guinda final a una carrera que, en la superficie, es solo un relato de éxito. Detrás de las medallas, sin embargo, la vida tiene baches. Y hoy Phelps los puede relatar.
Fuente: El Confidencial