El jueves pasado la Junta de Gobierno del Banco de México decidió aumentar la tasa de referencia en 50 puntos base (0.50 puntos porcentuales) a 4.25 por ciento. En un ambiente externo de laxitud monetaria de parte de los principales bancos centrales y por el lado interno, de inflación por debajo del objetivo de 3 por ciento y con una dinámica de crecimiento en desaceleración, el único motivo por el cual veo que Banxico decidió restringir la política monetaria fue la depreciación significativa del tipo de cambio. Este es un hecho inusitado en la toma de decisiones del Banco de México. Por años Banxico luchó por mantener las políticas cambiaria y monetaria separadas, tanto en la toma de decisiones (Banxico para política monetaria y la Comisión de Cambios en el caso de política cambiaria), como en el tipo de instrumento que se utiliza (“el corto” y después la tasa de referencia para política monetaria y opciones o subasta de dólares para política cambiaria). ¿Por qué cambiar la “función de reacción” del banco central cuando ha sido tan exitosa en términos de respetar un régimen verdaderamente de libre flotación, proveía certidumbre a los mercados y se logró el objetivo de inflación de 3 por ciento?
En este sentido, considero que existen dos razones para utilizar la tasa de interés como instrumento de política cambiaria en un país con las características como las de México: (1) “Adueñarse” de la política cambiaria, debido a que si se lleva a cabo por medio de la Comisión de Cambios, la decisión de utilizar las reservas internacionales tiene que ser colegiada con la Secretaría de Hacienda y Crédito Público. Sinceramente no creo que esta sea la razón, por lo que considero que los incentivos apuntan más hacia la segunda; o (2) no querer hacer uso de las reservas internacionales. La caída de la producción, así como de los precios del petróleo –que ha disminuido nuestras exportaciones petroleras-, en conjunción con el aumento de demanda de petrolíferos y petroquímicos –que eleva las importaciones petroleras-, ha provocado que la fuente principal de acumulación de reservas internacionales, es decir, los dólares que Pemex le vendía al Banco de México, prácticamente se haya agotado, al menos por unos años. Es por ello que aplaudo la solicitud y extensión de la Línea de Crédito Flexible (LCF) –invención del propio Gobernador Carstens-, que nos ha otorgado el Fondo Monetario Internacional en los últimos años. Hoy por hoy la LCF agrega alrededor de 88 mil millones de dólares (mmd) a los poco más de 177 mmd de reservas internacionales (al 24 de junio del presente). Con la LCF, las métricas de “salud externa” se encuentran en niveles significativamente superiores a los “mínimos requeridos”, con reservas internacionales que representan el 23.3 por ciento del PIB, suficientes para cubrir poco más de ocho meses de importaciones y 2.7 veces la tenencia de extranjeros en bonos del gobierno federal denominados en pesos. En este sentido, considero que esto hubiera podido permitir a Banxico continuar con el esquema anterior.
Para mi, la decisión de Banxico del jueves pasado envió tres mensajes: (1) Banxico no desea utilizar reservas internacionales para atajar temas cambiarios; (2) Banxico va a elevar la tasa de referencia si el peso se deprecia significativamente vs. dólar de EU, si el Fed decide elevar su tasa de referencia o si detectan la posibilidad de que se desanclen las expectativas de inflación; por lo que (3) Banxico ha modificado su función de reacción en donde no sólo está el objetivo de inflación de 3 por ciento, sino el tipo de cambio. El problema, en mi opinión, es que entonces va a tener dos consecuencias que no estoy seguro que estén dentro de los objetivos que la Junta de Gobierno desea lograr: (1) Los participantes de los mercados van a demandar y los analistas van a anticipar alzas de tasas de interés cuando el peso observe una depreciación significativa contra el dólar; y (2) se van a demandar alzas mínimas de 50 puntos base. Las de 25 puntos base probablemente no causen la reacción deseada en los mercados.
Pero lo que me parece más arriesgado es elevar tasas sólo para apuntalar el tipo de cambio per se. En este sentido, como comenté en este espacio el pasado 21 de junio pasado (“Banxico, el tipo de cambio y la Comisión de Cambios”), el problema, en mi opinión, es que si asumimos que una gran cantidad de tenedores de bonos de mediano y largo plazo tienen cobertura cambiaria, no les importaría una intervención cambiaria –que pararía a los fondos de corto plazo–, pero entonces un alza de tasas –sin justificación del ciclo económico porque no hay presiones inflacionarias de importancia–, podría “empinar” la curva de rendimientos –en lugar de aplanarla–, y provocaría minusvalías a dichos tenedores. En este escenario, hasta se podrían generar incentivos para que estos participantes salieran de este mercado, propiciando una transición a un peor equilibrio del que se desea lograr, comparado con el que se podría alcanzar sólo con algunas intervenciones cambiarias.
Hacia delante, anticipo un tipo de cambio altamente volátil, con posibilidad de depreciaciones significativas –debido principalmente a la carrera presidencial de Donald Trump en EU, entre otros factores de riesgo-, en donde el Banco de México se vea en la necesidad de elevar la tasa de referencia en Septiembre y después en diciembre cuando el Fed continúe su proceso de normalización de tasas. Así, probablemente tengamos una tasa de interés de 5.25 por ciento a finales del año en una economía en desaceleración –principalmente por los recortes al gasto público-, con una inflación que de todos modos iba a estar cerca o inclusive por debajo del objetivo de 3 por ciento.
*El autor es economista en jefe de Grupo Financiero Banorte.
Twitter: @G_Casillas