Esa distancia, la misma que un tren recorre en media hora, parece bastar para la diferencia. Alcanza para que los ingleses manejen del lado izquierdo de la ruta y del derecho del auto; para que midan las bebidas en galones y no en litros, para que los espacios sean en millas y no en metros, para que al canal de La Mancha le digan canal inglés. Es más que suficiente para conseguir conservar su moneda, la libra esterlina, cuando el euro lo acaparó todo.
Los británicos darán un paso más y votarán el referéndum por el Brexit; dirán así si están convencidos o no de abandonar la Unión Europea.
Su ingreso al bloque europeo llegó luego de algunos intentos fallidos. El presidente de Francia, Charles De Gaulle, no creía que fuera una buena idea. Pero a comienzos de 1973 las puertas de la Unión Europea se abrieron de lleno. Desde entonces, no paró de negociar cláusulas individuales: el «cheque británico», un acuerdo por el que el organismo devuelve al país una vez al año una parte de sus aportes; el «no» al Acuerdo de Schengen, por el que la mayoría de los países del continente suprimieron sus fronteras internas; asuntos de Justicia diferentes, laborales también, política comunitaria de asilo distinta.
Los británicos son y no son parte de la unión. Viven en condición de isla. El primer ministro, David Cameron , lo expresó con una frase indiscutible hace ya un tiempo: «Tenemos el carácter de una nación isleña: independiente, franca, apasionada en defender nuestra soberanía. No podemos cambiar esa sensibilidad británica más de lo que podemos drenar el canal de La Mancha. Y debido a esa sensibilidad, venimos a la Unión Europea con una mentalidad que es más práctica que emocional».
Separarse de la Unión Europea no es fácil. Llevar a cabo el Brexit (una palabra que nació de la unión de «Britain» con «exit» -salida-) puede ser una tarea complicada. El artículo 50 del Tratado de la U.E. que regula la salida del bloque lo confirma: dice que primero deberá notificar su intención al Consejo Europeo, que después los jefes de Estado y de Gobierno tendrán que marcar las directrices; a continuación, llega el tiempo de la negociación de las particularidades, de las futuras relaciones, de la aprobación del acuerdo por mayoría cualificada.
Todo este proceso podría durar hasta cuatro años. «Salir del bloque sería enormemente complicado. Tardaríamos años en organizarlo. Son tantos los puntos que habría que analizar: emigración, inmigración, servicios sociales. Es un rango muy amplio», dijo a LA NACION Catherine Barnard, profesora de Leyes en la Universidad de Cambridge. «La única vez que ocurrió fue cuando la decisión la tomó Groenlandia, cuya población es muy menor a la británica. Tardaron tres años en negociar la salida. Si el Brexit gana, sería un divorcio enorme, nada más alejado a una separación feliz», agregó.
El primer ministro lo sabe. Por eso propuso el referéndum, una especie de «manotazo de ahogado» para intentar frenar un ascenso innegable: «Este referéndum ocurre ahora por la preocupación del gobierno por el crecimiento del Partido de la Independencia del Reino Unido (United Kingdom Independence Party o UKIP). Cameron pensó que esta votación podría conservar al Partido Conservador unido», aclara Barnard.
Entrar en un cuarto y tomar una decisión. Leer las dos opciones. Quedarse con una. Responder a la pregunta: «¿Debe el Reino Unido continuar como miembro de la Unión Europea o dejar la U.E.?». Tomar el papel que dice: «Permanecer como miembro de la U.E.». Agarrar el otro: «Abandonar la U.E.». Doblarlo. Cerrar el sobre. Salir. Ponerlo en la urna. Esperar.
La fuerza versus la autonomía. La seguridad contra la incertidumbre. La campaña «Britain stronger in Europe» (Gran Bretaña más fuerte en Europa) se enfrenta a la de «Vote Leave, take control» (Votá por irte, tomá el control).
Quienes quieren votar por el «sí» creen que el panorama a futuro promete. Para ellos, la autonomía cortará las riendas de las políticas comerciales de la Unión Europea, que no son las adecuadas para todos. Les permitirá abrirse más al resto del mundo. Manejar sus fronteras como lo consideren. Serán los políticos elegidos por el pueblo los que tomen las decisiones y no los que están en Bruselas. Podrán ser sus propios representantes ante los organismos mundiales. Cuidar su trabajo y sus condiciones de vida a la manera inglesa y sólo a la manera inglesa. Optimizar sus servicios públicos para que los reciban quienes ellos consideran merecedores, nadie más. Alejarse del euro, un proyecto que para muchos hace demasiada agua. Volver a los valores británicos, puros, históricos, de antaño. Esos que los hicieron ser quienes son.
Los que apoyan el «no», la permanencia, se preocupan porque pueden quedarse fuera del acuerdo especial que Estados Unidos está forjando con la unión. Temen quedar al final de la fila a la hora de negociar con los demás países. Le tienen miedo al poderío de Alemania y a cuánto espacio más podrá ganar con su salida. No quieren que Londres deje de ser el gran centro financiero, la puerta de entrada a Europa. Están convencidos que si se van del bloque, habrá una gran fuga de capitales, grandes firmas asentadas en el país decidirán relocalizarse, perderán inversiones. Además, pronostican que la libra sufrirá un fuerte golpe y con su desplome, subirán los precios de las viviendas. Para ellos, el pánico es algo seguro: prevén que ante el aumento de la amenaza terrorista quedarán desprotegidos, vulnerables, débiles para afrontar el cambio climático, el aprovisionamiento energético, las políticas internacionales.
Fuente: La Nación