Hoy en el lugar de los hechos cada jornada comienza con un ajetreo similar al de antes de la catástrofe. Miles de operarios siguen acudiendo cada día a la central. Trabajan en el desmantelamiento definitivo de los reactores 1, 2 y 3, que siguieron activos y fueron desconectados en los años siguientes hasta dejar de funcionar en el año 2000. A unos cientos de metros otros se encargan del proyecto más delicado del país: sustituir el ‘sarcófago’ del reactor donde se produjo la explosión (el número 4) por una nueva cubierta.
Para proteger a los trabajadores, el arco ha sido levantado a 180 metros del reactor averiado, que tras aquella noche de 1986 estuvo ardiendo durante 10 días. Unos raíles de teflón servirán para mover la cúpula hasta tapar por completo la ‘zona cero’.
El viejo sarcófago fue construido siete meses después del accidente. En los últimos años la estructura se ha ido deteriorando, por lo que se tomó la decisión de construir uno nuevo que permitirá mantener de manera más segura las sustancias radiactivas o tóxicas atrapadas en el interior. El problema es que habrá que retirar parte de la vieja estructura, y nadie sabe bien qué está pasando ahí dentro.
La explosión contaminó un área de 50.000 kilómetros cuadrados en Ucrania. A partir del día siguiente desde helicópteros se lanzaron 5.000 toneladas de arena, boro y plomo. Después se cubrió con hormigón y otros materiales.
Sobre la nueva cubierta los obreros se mueven como liliputienses intentando dominar al gigante. Son más de 1.000 contratados del consorcio internacional Novarka, encargado del proyecto. El montaje de estructuras concluirá en noviembre próximo, tras lo cual se podrá instalar el nuevo ‘sarcófago’ sobre el reactor, explica Yulia Marusich, especialista integrada en la plantilla de Chernóbil. Toda el área de construcción fue descontaminada exhaustivamente antes de comenzar, para evitar riesgos al personal. Incluso se sustituyó el suelo por otra superficie. Pero el peligro es una mala hierba imposible de arrancar. «La radiación ahí es unas 20 veces superior a la de Kiev», afirma Marusich.
Para llegar hasta esta zona tan peligrosa hace falta recorrer pasillos de 600 metros por todo el interior de la central. Antes, en la puerta, el periodista recibe un dosímetro y tiene que firmar un papel en el que se compromete, entre otras cosas, a no tocar el suelo y a no pulsar ningún botón. De esto último se encargan los 1.500 trabajadores que se ocupan del programa de desmantelamiento de la planta. En 2015 comenzó la segunda fase: desconexión total de la central nuclear y almacenamiento del combustible radiactivo y otros materiales altamente tóxicos.
Dentro de la sala de control del reactor número dos, vecino al que originó la explosión, los trabajadores escuchan la radio ataviados con las batas y las cofias obligatorias para entrar en la zona. En un rincón, un empleado aprovecha para fumar. El drama de aquella noche, en la que el equipo que estaba de guardia corrió por los pasillos para intentar calibrar y acotar el desastre, se ha esfumado. Sólo un monumento al operario Valery Jodemchuk, situado en un rincón oscuro cerca de la zona de refrigeración, recuerda lo ocurrido en aquella fecha, a la 1.23 de la madrugada. Jodemchuk murió de manera instantánea en la explosión. Su cuerpo jamás se encontró y se cree que está entre las ruinas del reactor.
Ahora el ritmo en la central es lento. Los viejos ordenadores soviéticos de los años ochenta, alguno de ellos tan grande como una habitación, tienen apagados los pilotos rojos. Ha pasado tanto tiempo que pocos sabrían manejar ese dinosaurio tecnológico.
Los problemas de Ucrania, ahora envuelta en una guerra en el este que todavía arroja víctimas, han complicado el ‘borrado’ de la central. De hecho Kiev no tuvo nunca recursos financieros propios para la construcción del nuevo sarcófago. El Fondo internacional de Protección de Chernóbil, gestionado por el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, fue creado en 1997 por los países del G7 para encarrilar el ‘sellado’ de la central. Según el Ministerio de Ecología de Ucrania, inicialmente se preveía gastar 800 millones de euros en estas obras, pero el coste ha aumentado en más de 615 millones.
En 2017 comenzará a operar este segundo ‘sarcófago’, y en 2023 se espera completar la destrucción de la vieja estructura, la tarea más delicada de todo el proyecto pues implica trabajar en el interior del reactor. Preguntada por los riesgos, Marusich no puede evitar encoger los hombros: «Se llevará a cabo con la menor implicación posible del ser humano». Cuando todo haya acabado, cientos de personas de los alrededores se quedarán sin trabajo. El gigante nuclear que les estropeó la vida hoy les sigue dando de comer.
Fuente: El Mundo