El líder de la Iglesia católica —que prohíbe el aborto y el matrimonio de personas del mismos sexo—, llegó ayer por primera vez a la Ciudad de México, el territorio con las leyes más liberales de nuestro país, envuelto en una fiesta de bailables, mariachis y el revoloteo de pañuelos blancos y amarillos, los colores vaticanos.
Después de que el presidente Enrique Peña Nieto y su esposa, Angélica Rivera de Peña recibieron al pie de la escalinata del avión Gioto de la línea Alitalia al papa Francisco y éste recibió el saludo de cuatro niños y una cajita con tierra de todo México, el Sumo Pontífice pudo contemplar en todo su esplendor la magnitud de la bienvenida y fue cuando empezó a hacer añicos la formalidad.
Cinco mil invitados que llegaron entre seis, siete horas antes de que el avión procedente de Cuba llegara a la Ciudad de México, notaron la amplia sonrisa del primer Papa latinoamericano y de ahí se agarraron para empezar a embelesarlo con un tímido grito de “bendición”, que fue creciendo hasta convertirse en un estruendoso rugido: “¡bendición, bendición!”
Decidido a romper los rigores del protocolo de seguridad, el Papa salió de la alfombra roja, y junto con el presidente Peña Nieto y la señora Rivera, con quien el Pontífice hizo click, primero fueron hasta donde estaban los niños del coro que le cantaron la canción Luz.
Al ver que el Papa iba hacia ellos, los chiquitines vestidos de blanco pegaron un salto del improvisado escenario para encontrar al Sumo Pontífice, que se acercó y los bendijo. Ya con certeza de que no había restricciones, que ningún guardia suizo o mexicano les impediría estar cerca del Papa, los artistas profesionales, también vestidos de blanco, envolvieron a Francisco, al presidente Peña Nieto y a su esposa Angélica Rivera.
Francisco no escatimó dedicación, ni palabras, ni besos, ni gestos de ternura para el grupo musical que se armó exprofeso para la llegada del jefe de la Iglesia católica.
Aquel gesto tan canchero de Francisco avivó a la gente en las gradas, porque entonces supieron que el Papa estaba dispuesto a entregarse a ellos como ellos los hacían con él.
Los gritos de demanda para que los bendijera fueron cada vez más rutilantes, como el viento que terminó por tirarle más de una vez el solideo, que él mismo recogió.
“¡Queremos que el Papa nos de la bendición!”, rugía la gente de una grada, mientras otras demandaba: “¡bendición, bendición!”
En esas mismas gradas de gente eufórica por la visita del papa Francisco estaba Miguel Ángel Mancera, el jefe de gobierno de la Ciudad de México que llegó al Hangar Presidencial en un helicóptero de la policía capitalina.
Por ahí también se dejó ver Patricia Mercado, segunda de Mancera Espinosa y la amiga de ésta, Cecilia Soto, ambas excandidatas presidenciales, junto con Porfirio Muñoz Ledo, el redactor del discurso que el presidente Luis Echeverría dio después del primer encuentro privado en el Vaticano entre un presidente de México y el papa Paulo VI, el 9 de febrero de 1974.
Pero de todas las bendiciones que ayer en la noche repartió el Papa fuera de programa, la que dobló al más templado, e incluso al Estado Mayor Presidencial, fue la que el papa Francisco le dio a un niño con parálisis cerebral que estaba en una silla de ruedas y que con la astucia de su padre logró escabullirse al Estado Mayor Presidencial para intentar que el Papa lo atendiera.
La escena comenzó cuando de reojo, Angélica Rivera de Peña, que iba a la derecha del Papa se dio cuenta de la intentona del padre del niño; la esposa del Presidente de México se rezagó en el paso para poderle allanar el paso al niño y su padre que lo llevaba a cuestas, pero al mismo tiempo tratando de llamar la atención de Jorge Mario Bergoglio para que viera aquel chiquitín.
Rivera consiguió las dos cosas: El papa Francisco acudió al llamado de la primera dama y tomó al pequeño; besó con profunda ternura a ese niño de gesto dolido, indescifrable. Mientras el padre del niño no aguantó más y rompió en llanto inconsolable, lo que movió al Papa a deslizarle las yemas de los dedos con absoluta misericordia, ternura y amor, ante el sufrimiento del padre que pudo driblar la guardia para que el papa Francisco lo pudiera bendecir.
Fuente: Excélsior