Colaboración de Francisco Martín Moreno
Cuando el papa Francisco abandonó la capital de la República después de haber repartido sus generosas bendiciones a diestra y siniestra, me percaté que el pueblo de México había cambiado radicalmente impregnándose de una ética constructiva y contagiosa que modificaba el rostro de la nación. Me convencí más que nunca de que Karl Marx era un calumniador al sostener que “la religión es el opio de los pueblos.” ¡Qué equivocado estaba ese filósofo llamado a cambiar los conceptos de la riqueza del mundo entero! Bastó que un hombre llamado “Su Santidad” o “Supremo Pontífice” bendijera a las grandes masas para que se diera el milagro esperado de tiempo atrás por todos los mexicanos.
Personalmente vi, a mi nadie me lo cuenta, cómo los políticos mexicanos, absolutamente todos, los integrantes de los tres Poderes de la Unión y de las entidades federativas, hacían colas interminables en las tesorerías respectivas para devolver el dinero robado. México se convertía de un momento a otro en un país rico. De pronto aparecieron hombres y mujeres liberados después de meses de interminable secuestro. Todo cambiaba. No sólo liberaban a los secuestrados, ¡que va..!, sino que los cuerpos policiacos totalmente arrepentidos dejaban de cobrar mordidas y se abstenían de chantajear a los ciudadanos, de la misma manera que los jueces cerraban herméticamente sus cajones para impedir que abogados y coyotes sobornaran a la autoridad en los juzgados.
En las gasolinerías vendían litros mediditos de 1,000 ml y ya no se estafaba a la clientela. Nadie enajenaba kilos de 800 gramos; los constructores de casas habitación o de edificios de oficinas instalaban varilla en lugar de alambrón; los laboratorios dejaban de vender medicamentos prohibidos por la Organización Mundial de la Salud; los agricultores ya no combatían las plagas con plaguicidas cancerígenos ni utilizaban fertilizantes tóxicos para aumentar el tonelaje de las cosechas; los productores de aves y de ganado ya no alimentaban a sus animales con hormonas para aumentar su peso ni las obligaban a producir más de un huevo al día; se desplomaba el número creciente de asesinatos, las calles se volvían seguras, los médicos ya no operaban a sus pacientes ávidos de pesos sin contar con justificación clínica alguna, los narcotraficantes decidían abandonar los mercados y ya no vendían drogas en las puertas de las escuelas ni en los antros donde concurría la juventud; los sacerdotes ya no se embolsaban las limosnas ni vendían indulgencias y desaparecían los curas pederastas, al igual que se daban de baja los aviadores cansados de atracar al tesoro público. A nadie se le ocurría cometer un solo fraude electoral más. Todos los contribuyentes de los impuestos federales, locales y municipales pagaban con precisión impresionante las cantidades exigidas por la ley. Se acababa la evasión fiscal.
De repente desaparecieron mis fantasías de novelista cuando un policía de tránsito me exigió una mordida por estar conduciendo con sólo una mano colocada en el volante.
El efecto gratificante de la bendición papal sólo había servido por unos instantes. Todo seguía igual. La religión sí es, efectivamente, el opio de los pueblos y jamás se podrá reconstruir la estructura ética de los mexicanos salvo que exista un Estado de derecho. Mientras tanto, ya podrían venir mil Papas, las bendiciones serán inútiles.