Anoche falleció en Roma a los 84 años Ettore Scola, y con él se despide un cine militante, un cine que hablaba con y sobre la calle. De la generación de creadores que catapultaron el cine italiano en la segunda mitad del siglo tan solo quedan vivos los hermanos Taviani, pero la huella de Scola es más profunda, humana y sobrecogedora. A Scola le importaba, y mucho, según confesaba, ser una buena persona, y por eso sus películas destilaban bonhomía, algo que a la generación actual de estrellas autorales de su país nunca les ha preocupado: mientras ellos alimentan su ego, Scola animó el ego del pueblo. Ha muerto el rojo Scola.
Scola (Trevico-Avellino, 1931) amó Italia, y fue su más fiel retratista, pero su país natal no le correspondió igual en las últimas décadas. “Para hacer una película debes amar la ciudad o el país donde transcurre, y yo no siento amor por Italia. No la odio, pero sí que me invade la tristeza”, le contó a este periodista en 2009, en un viaje en coche de Madrid a Valladolid en cuyo festival iba a recoger la Espiga de Oro de Honor de la Seminci. Muchas de sus críticas se dirigían hacia Silvio Berlusconi, entonces en el poder. “Ni los políticos ni los intelectuales hemos hecho lo suficiente para encararlo, para pararlo. Lo peor es que Italia no mejorará si muere Berlusconi. Su ideología está ya enraizada”. En su lucha contra los falsos héroes, el cineasta siempre defendió el enfado como un arma muy útil para apoyar sus reivindicaciones ideológicas. “El interés privado, el egoísmo, siguen por encima del rigor y la solidaridad. Así que las reivindicaciones de los sesenta siguen tan vigentes hoy como entonces”, decía al presentar en 1997 Historia de un pobre hombre. “El pesimismo es mucho más progresista que el optimismo, encierra más fe en el futuro. El optimismo es cosa de beatos”.
El director nunca se declaró líder de nada, y en cambio marcó a espectadores y cineastas, como, en España, Fernando León. “El cine es un arte de equipo. Militante es una palabra que nunca me ha gustado. En el trabajo que hago se transmiten mis ideas; si no, no sería una obra de autor. Cuando filmo películas específicamente políticas, incluso documentales para el Partido Comunista, están en ellas mis convicciones estéticas. Y en el cine que parece más profesional, como en Un italiano en Chicago están mis convicciones políticas».
Sus últimos años los ha pasado leyendo a los clásicos griegos y latinos, y su último trabajo tuvo mucho que ver con ese respeto a sus mayores: en el documental Qué extraño llamarse Federico (2013), Scola repasaba la figura, desde la admiración, de quien consideraba su hermano mayor, Federico Fellini. Coincidieron trabajando a finales de los años cuarenta e inicios de los cincuenta en la publicación satírica Marc’Aurelio, y las ilustraciones de Scola, elegantes, sintéticas, parecían en las antípodas de aquel barroquismo deformado que impulsaba la imaginería de Fellini: y sin embargo allí había dos almas gemelas, amantes de Italia, unidos en su repulsa a cualquier acción que significara actividad física, como el fútbol o nadar (ninguno sabía). El trío lo completó el guionista Ruggero Maccari. “Con Fellini no podías insistir”, contaba en ese documental. “Aun así le convencí para que hiciera de sí mismo en Una mujer y tres hombres, pero me puso una condición: ‘Nunca me filmes desde atrás. Se me ve la calva”.
Scola llegó al cine en los cincuenta, y empezó escribiendo guiones como negro de otros autores, tras haberse licenciado en Derecho. Su primer compañero de aventuras cinematográficas fue, por supuesto, Maccari. Como director debutó en 1964 con Se permette parliamo di donne, y al año siguiente ya había logrado cierta consideración con El millón de dólares y El diablo enamorado. Su gran década es la de los setenta: El demonio de los celos (rodada en Madrid con Manolo Zarzo), Un italiano en Chicago, Una mujer y tres hombres, Brutos, feos y malos, Buenas noches, señoras y señores y su película más conocida: Una jornada particular. “En el cine hay que sacar algo nuevo de cada persona, como en ‘Una jornada particular’, donde Sofia Loren encarnaba a una mujer malcasada y aburrida y Marcello Mastroianni a un periodista homosexual [ambos eran vecinos y la película transcurría durante la visita de Hitler a Roma en 1938]. Me interesan más los diferentes que los iguales. Yo nunca trabajé una vez con un actor, sino que repetía mucho. Porque cuanto más les conoces, más les sacas. Gassman era el más inteligente”. Mastroianni fue candidato al Oscar por ‘Una jornada particular’, y la película, a la estatuilla al mejor filme de habla no inglesa, premio al que aspiraron trabajos de Scola en otras cuatro ocasiones.
En los ochenta y noventa, asentado como cineasta de prestigio, siguió con su mirada a la historia y a Italia a través de personajes muy humanos y a menudo anónimos: La terraza, Entre el amor y la muerte, La noche de Varennes, Macarroni, La familia, Splendor, ¿Qué hora es?, Mario, María y Mario, Historia de un pobre hombre, La cena, y ya en 2001 Competencia desleal. En 2003 pareció despedirse con Gente de Roma, con la que el napolitano subrayaba, agradeciendo a sus edificios y a sus habitantes, la importancia de esa ciudad en su vida y en su carrera, donde devino en habitual personaje secundario. Pero faltaba la despedida, una década después, a su amigo Federico.
Con humor y admiración aseguraba que el recuerdo imperecedero “es una fuga que se les permite solo a los grandes: Dante, Maquiavelo, Leopardi, Fellini. Solo ellos consiguen huir de la muerte, refugiándose en la inmortalidad”. Desde anoche, junto a esa pléyade, ríe Ettore Scola.
Fuente: El País/BBC