Gélidos relámpagos de éxtasis estallan como supernovas en medio de la glamorosa oscuridad y el torbellino de Lazarus, el nuevo musical creado a partir de canciones de David Bowie, un deleite para los oídos, los ojos y la mente. Esos subyugantes momentos llegan cuando la presencia de Bowie se hace casi palpable sobre el escenario, o sea, cuando uno de los intérpretes, minuciosamente caracterizado, presenta un número musical típico de El Duque Blanco y con su característico estilo.
Como la idea no es generar una estampida frente al New York Theater Workshop, donde se presenta \»Lazarus\», más vale aclarar de inmediato que Bowie no está presente en carne y hueso en este desfile futurista de angustia extraterrestre llevado al escenario por Ivo van Hove (participó del Festival Internacional de Buenos Aires de este año), el increíble y merecido director holandés de moda. Pero es justamente esa extraordinaria longevidad de Bowie como dios del rock la que genera esa sensación de que, en realidad, nunca estuvo entre nosotros \»en carne y hueso.
Más que ninguno de sus pares o imitadores, David Bowie, estrella internacional desde principios de la década de 1970, siempre ha dado la impresión de ser su propio avatar espectral, con una serie de alter egos deliciosamente diseñados que parecen estar y no estar a la vez. Incluso en medio de este espectáculo incandescente, Bowie nos llega como una disociación \»cool\», puntuada por canciones que son verdaderas rapsodias de alienación, gritos de dolor solitarios transmutados en placer colectivo, y nosotros, ciudadanos de un mundo anómico, nos solazamos pensando \»Nosotros somos David Bowie\», aunque no tan famosos.
Lazarus es una secuela de esa película, o más bien de la novela de 1963 del escritor Walter Tevis en la que está inspirada. Han pasado 40 años desde que vimos a Newton, que por entonces era una criatura despojada de todo, alcohólica y condenada a vagar sin rumbo eternamente. Pero a pesar del tiempo transcurrido, no parece haber envejecido ni un día (¡Qué envidia esos genes alienígenas!), y ahora es más rico que el rey Midas. Detenido en un tiempo muerto, vive a base de gin y golosinas, sumido en los recuerdos de su familia del espacio exterior y de Mary Lou, la terrícola que lo amó y lo abandonó.
Tal como lo describe Elly, la asistente personal que acaba de contratar, interpretada por la sinuosa Cristin Milioti, Newton es \»un poco triste y un poco incognoscible, de esa manera en que uno imagina que lo son los hombres ricos y excéntricos que se recluyen del mundo\». El nuevo empleo de Elly complica las relaciones con su marido Zach (Bobby Moreno), ya que la joven no sólo se enamora de su jefe, sino que se va convirtiendo en la difunta y tan llorada Mary Lou, con cabellera azul y todo.
Además, Newton recibe la visita de un colega empresario (Charlie Pollock) y de una niña de otro planeta (una radiante Sophia Anne Caruso), que conoce sus secretos y promete ayudarlo a volver a su hogar en las estrellas. La niña no es la inocente huérfana de una novela de Dickens o algún personaje de la escena final de La dolce vita, pero la esperanza que viene a traer parece destinada a fracasar por la intervención del siniestro Valentine (Michael Esper, que interpreta la faceta de vodevil de David Bowie), un hombre de negro y de puñal en mano.
Esa sinopsis no deja de ser una burda simplificación, ya que en Lazarus las identidades son sumamente fluidas. El guión, escrito por Bowie y Walsh (el extravagante dramaturgo irlandés autor también del libreto, ganador de un premio Tony por el musical Once), intercala diálogos explícitos y literales, con otros más crípticos y elevados que parecen sugerir que todo lo que puede verse en el escenario no es más que una ilusión surgida de la mente de Newton.
Al escuchar a los personajes, uno responde ya sea con un \»Ay, por favor\», o con un desconcertado \»¿Quéeee?\». Pero entonces llega la música al rescate, interpretada por una banda que suena como los dioses y que está separada del escenario por una pared transparente. Y también un diluvio de efectos especiales que reflejan y a la vez se burlan de los cantantes, sugiriendo que ellos también, como los espectadores, han caído dentro de un televisor tridimensional que cambia sin parar de canal.
Y hay una multitud de extras que aparecen en los más variados disfraces, incluidas geishas, fantasmáticos adolescentes y bolicheros trasnochados. Hall, Milioti, Esper y Caruso -todos ellos dueños de una voz con mucho más cuerpo que la de Bowie-, logran sin embargo captar las inflexiones y el fraseo de Bowie, y al mismo tiempo adoptar las poses enrevesadas y ensimismadas de la maravillosa coreografía de Annie-B Parson. Y ya se trate de los hits de Bowie (\»Changes\», \»Absolute Beginners\», \»The Man Who Sold the World\») o alguna de las piezas nuevas (en especial, la auto-lacerante \»Killing a Little Time\»), uno siente haber ascendido a una tribuna especial del cielo, que parece producida por MTV.
Todo ese recorrido es supervisado por Van Hove, quien también dirige actualmente en Broadway un asombroso \»revival\» de \»Panorama desde el puente\», de Arthur Miller, y que se prepara para estrenar el año próximo \»Las brujas de Salem\», también de Miller. La rúbrica personal de van Hove -despojada, refulgente y ominosa-, es tan distintiva como la de Bowie, y en más de un sentido, hacen una pareja perfecta.
Y si bien difícilmente pueda describirse a Bowie como un minimalista, ambos artistas comparten una visión universal de soledad y dislocación. En Lazarus, Van Hove lleva a la realidad esa sensibilidad, con la asistencia experta de sus colaboradores de siempre, Jan Versweyveld en diseño escénico y de luces, An D\’Huys en vestuario, y Tal Yarden en diseño de video.
Todos esos elementos se combinan a la perfección, o sea que logran crear una sobrecogedora sensación de fragmentación, de que la vida es un desconcertante revoltijo de piezas que nunca terminan de ensamblarse. Lamentablemente, esa sensación de dislocación también se extiende a la torpe relación entre el guion y las canciones. La línea argumental expresada en los diálogos, si bien no es confusa, hace pensar en una novela paranormal para público adolescente, cuyos personajes son espíritus adorables y melancólicos a la espera de encontrar sosiego.
Aunque Hall es un fabuloso extraterrestre al mando que logra un perfecto estilo de discurso semi-anestesiado, el resto de sus compañeros de escenario no siempre parecen demasiado convencidos de lo que tienen que decir. Así es que uno empieza a ponerse incómodo, a desear que dejen de hablar y empiecen a cantar de nuevo. Y cuando lo hacen, sus palabras y su música no necesitan de comentarios muy elaborados: nos transportan a ese solitario planeta en el que a veces, todos nosotros, alienígenas, sentimos estar viviendo.
Las novedades de Bowie seguirán el próximo año. El 8 de enero verá la luz su nuevo álbum, Blackstar, del que ya se conoce el adelanto del mismo nombre. Este viernes habrá otro y es precisamente \»Lazarus\», una de las canciones compuestas por El Duque Blanco para el musical.
Fuente: En Línea Directa