Ser normalista de Ayotzinapa significa tener impunidad para delinquir con máscara justiciera.
El zafarrancho del miércoles entre policías y futuros maestros tuvo un origen claro. Los dizque estudiantes pretendieron robar y secuestrar un carro-tanque doble cargado de combustible; agentes federales y estatales lo impidieron; Como vulgar organización criminal, los “ayotzinapos” atravesaron el vehículo en la Autopista del Sol e intentaron huir. Los uniformados enfrentaron a la pandilla a pedradas y mentadas, exhibiendo incapacidad de ejercer el monopolio de la fuerza para aplicar la ley a secas.
El mandatario guerrerense tiembla; se achica ante la primera provocación de los normalistas para calarlo. Cae en la trampa.
Por si las dudas, para calmar a la fiera, la primera urgencia del gobierno guerrerense fue negar un acto represivo.
El secretario de Gobierno, Florencio Salazar Adame –panista de abolengo– transparentó el pánico que paraliza a la recién llegada administración. En lugar de consignar ante el Ministerio Público a los delincuentes detenidos en flagrancia de robo y resistencia a la autoridad, mejor los jóvenes fueron entregados a la Comisión Estatal de los Derechos Humanos… y todos tan contentos –salvo los ocho descalabrados por los policías.
El mensaje es deleznable.
Héctor Astudillo manda un mensaje erróneo a quien pretenda conseguir lo derecho con lo chueco.
Una cosa es el clamor justiciero por la desaparición de los 43 y otra muy distinta el atropello a la ley con la autoridad de escolta.