Colaboración de Francisco Fonseca N.
Hemos llegado al mes de noviembre que se destaca especialmente por la celebración de los fieles difuntos; por el acrecentamiento de la crisis económica que tiene al mundo entero envuelto en una vorágine de codicia, y que no se detendrá; y por el estiaje, lapso de varios meses en los que la falta de vientos de alta atmósfera y la carencia de lluvias harán que los habitantes del altiplano suframos los embates de la alta contaminación ambiental.
Para los antiguos mexicanos la realidad circundante era en verdad el valle de la muerte; y para ganar el derecho a la plenitud espiritual era necesario demostrar aquí, en la desolación terrestre, los suficientes atributos de valentía, entereza y serenidad ante el sufrimiento cotidiano.
Por ello, a pesar del sincretismo cultural aportado por los conquistadores, el Día de Muertos es, para el pueblo mexicano, una fiesta del espíritu, de nostalgia, sí, por los seres queridos que se adelantaron en el escabroso camino de las sombras; pero al mismo tiempo, de reconocimiento por quienes gozan ya del merecido descanso en el paraíso prometido.
Basta disfrutar las ofrendas plenas de colorido e imaginación creadora, instaladas en los hogares o en los propios cementerios, para darnos cuenta de esta dualidad esencial, plena de dramatismo, burla a la muerte, exorcismo, advertencia final. Tengo la impresión de que no hay un pueblo en el mundo como el mexicano tan cercano a la muerte. Su concepción artística, el trasfondo de su filosofía vital, sus valores morales, la religión y en general su desarrollo cultural, están impregnados de ese pensamiento fúnebre que nos encadena –querámoslo o no, con el inframundo.
Desde hace mucho tiempo nos vienen persiguiendo la raíz generadora de nuestra madre Coatlicue y el negro espejo de Tezcatlipoca, oscuro mensajero de la destrucción y de la venganza. La diosa Coatlicue, cuya representación es espantosamente bella nos guía a través de las desapacibles nubes de la historia barriendo, quizá, con su escobilla las faldas del cerro de Coatepec.
Una muerte es la madre de mil vidas, aconseja la sabiduría popular y antes de la muerte todo es posible, dicen quienes se aferran al curso desconocido de la vida para retar al desamparo y alumbrar la realización de un destino siempre indescifrable.
Noviembre nos va a deparar días de excepción. Días de todos los santos, de los difuntos, y de los difuntos chiquitos. Seguiremos, además, sufriendo vejaciones en la frontera norte; soportando la corrupción y su eterna acompañante la impunidad; perdiendo día a día nuestra capacidad de asombro; aguantando la cada vez más evidente ingobernabilidad que nos llevará a un precipicio de temores. Será un mes de decisiones, de mantenernos unidos y en vigilancia. Tendremos que negociar con nosotros mismos. Cada uno en su propia conciencia. Tendremos que pensar que nada hay más digno que la firmeza de carácter; que nada hay más noble que el amor por la patria, que nada hay más gratificante que ver la mirada limpia de los hijos y de los nietos en un México de cielos azules y de claros horizontes.
Cómo recuerdo, en estas horas de reflexión serena y contenida, las palabras alentadoras del poeta mayor, Pablo Neruda, quien hasta lo último reflejó la pasión generosa y la luz de la esperanza:
“Es la hora de las hojas caídas, trituradas sobre la tierra / cuando de ser y de no ser vuelven al fondo / despojándose de oro y de verdura / hasta que son raíces otra vez / demoliéndose y naciendo / suben a conocer la primavera.