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Los agujeros negros de Iguala

Publicado por
Aletia Molina

En México, la muerte no se deja explicar. Un año después de la tragedia de Iguala los interrogantes siguen llamando a la puerta de los investigadores. El fuego que calcinó los cuerpos, el paradero de los restos, el papel del Ejército e incluso el móvil de la vorágine son objeto de debate. Ni las detenciones masivas ni las confesiones de los sicarios han apagado las dudas. El caso, pese a los intentos de cerrarlo, sigue abierto. Estos son sus principales puntos oscuros.

 

Los muertos

Los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa sólo han muerto en la versión oficial. Para sus padres siguen siendo desaparecidos, habitantes de ese limbo por el que deambulan más de 25.000 espectros en México. Aunque a estas alturas pocos dudan de que fueron asesinados, la resistencia de sus familias hunde sus raíces en un problema medular del país: la desconfianza en las instituciones.

En un inicio, la investigación fue dejada por el Gobierno de Enrique Peña Nieto en manos de funcionarios del Estado de Guerrero, uno de los más corruptos y violentos de México. Con inusitada rapidez, las autoridades estatales hallaron en Iguala fosas con 28 cadáveres y aportaron la confesión de dos sicarios que aseguraban haber asesinado a un tropel de normalistas. El caso, en apenas una semana, parecía resuelto. Pero pronto se descubrió que era un falso cierre. Ni las fosas ni los cadáveres correspondían a los estudiantes de magisterio. Ante el escándalo, el Ejecutivo federal decidió asumir el caso.

La reacción llegó demasiado tarde. La desconfianza ya se había hecho fuerte. Ni la detención del alcalde Iguala ni el descubrimiento del basurero de Cocula ni las confesiones de los sicarios redujeron esta distancia. La falta de restos óseos susceptibles de someterse a la prueba del ADN ha ahondado esta brecha. De poco ha servido que un laboratorio de Innsbruck (Austria) haya identificado por prueba genética los restos del normalista Alexander Mora, de 19 años. La duda subsiste y el origen de sus huesos ha sido puesto en duda

No es una actitud inusual. La eliminación de los restos humanos forma parte de una ecuación bien conocida en México. Sin cadáveres no hay muertos. Y la ganancia es triple: el asesinato se difumina, las dudas se multiplican y entre las familias siempre queda la esperanza de hallarlos con vida. La noche, como en el caso de Iguala, nunca termina.

 

El móvil

En el caso Iguala se sabe quiénes desaparecieron, dónde y cuándo. Pero no por qué. Falta la causa de la causa. Ahí radica uno de los grandes misterios. El relato oficial, basado en las confesiones de detenidos, sostiene que los sicarios de Guerreros Unidos confundieron a los normalistas por integrantes de un cártel rival, Los Rojos, y que, creyendo que se trataba de un ataque, respondieron a sangre y fuego. Esta versión deja en el aire una cuestión crucial: ¿qué ocasionó esa terrible confusión?

Los estudiantes eran de sobra conocidos en Iguala, donde ya habían mantenido fuertes enfrentamientos con el alcalde, y las investigaciones descartan que entre sus filas hubiese infiltrados del narco. En este punto, los agentes más expertos de la Fiscalía alegan que la brutalidad misma del narco, impune y salvaje en una tierra olvidada, arrastró hasta la locura lo que en principio fue un acto de defensa territorial.

Más sofisticada es la hipótesis lanzada por el grupo de expertos de la OEA que supervisa la investigación. Para ellos cabe la posibilidad de que uno de los autobuses tomados por los estudiantes ocultase un cargamento de heroína de Guerreros Unidos. Este supuesto daría razón de la extrema violencia empleada por el cártel, pero no aclara el motivo por el que, una vez detenidos los normalistas y conocida su verdadera motivación (ir con los autobuses a una manifestación en el DF), se les asesinó. Nuevamente, queda sin explicar la causa de la causa.

 

La hoguera de la duda

Matar puede ser fácil, eliminar el cadáver no tanto. El destino de los 43 normalistas desaparecidos la noche de Iguala se ha convertido en una incógnita central. La Procuraduría sostiene que los estudiantes, tras ser capturados por la Policía Municipal, fueron entregados a los sicarios de Guerreros Unidos, que les asesinaron e incineraron en un recóndito vertedero de la vecina Cocula. Las confesiones de los detenidos, así como los restos óseos y las trazas de fuego hallados en el vertedero fundamentan este relato.

Pero desde el inicio han surgido voces que han llamado la atención sobre la dificultad que entraña eliminar 43 cadáveres. Entre ellas destaca el perito internacional José Torero, para quien en el lugar no se han recogido evidencias de que se haya quemado ni un solo cuerpo. La explosiva tesis, hecha pública por el comité independiente de la OEA, ha puesto en la cuerda floja la reconstrucción oficial. Si no hubo fuego, tampoco serían ciertas las confesiones y, como en un árbol envenenado, se agostaría la mayor parte de la investigación.

Esta posibilidad ha sido mal acogida en la Procuraduría. Los investigadores señalan que los cálculos de Torero (para eliminar un solo cuerpo se necesitan de 600 a 800 kilos de madera) son rechazados por otros científicos de más prestigio, para quienes la quema de cadáveres no requiere de grandes cantidades de combustible externo. En un intento de resolver la controversia, el Gobierno mexicano ha prometido un nuevo peritaje con la participación del especialista de la OEA y otros de referencia mundial.

 

El Ejército

El horror tuvo testigos. Los militares estuvieron al tanto de la convulsión que esa noche trágica se apoderó de Iguala. Durante la vorágine patrullaron Iguala, y sus servicios de inteligencia presenciaron la cacería contra los normalistas, escucharon los relatos de las víctimas y descubrieron los cadáveres aún calientes. Fueron, en definitiva, testigos de la barbarie. Pero no actuaron. Esta pasividad es, de momento, el punto más controvertido de su actuación. Tanto la Procuraduría como el Ejército han alegado que la ley impide a los militares actuar fuera de sus cuarteles si no es bajo la autoridad civil, un supuesto que, de haberse consumado, habría puesto aquella noche al Ejército mexicano bajo el mando del alcalde de Iguala, un peón del cártel de Guerreros Unidos.

Pero el argumento no convence a los padres de los normalistas. Alejados de las tesis oficiales, los familiares exigen que se abran los cuarteles y que se permita al comité de expertos de la OEA interrogar a los militares. El generalato se niega en banda. Y en un país donde entre 40.000 soldados combaten a diario el crimen organizado, su palabra es ley. Esta cerrazón ha dado alas a las teorías de la sospecha. Aunque no hay pruebas de su implicación, los padres les señalan con el dedo, y amplios sectores, constatada su pasividad esa noche, les han dado la espalda.

Fuente: El País

 

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Aletia Molina

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