La víspera del primer aniversario de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa está marcada por la desconfianza, los prejuicios, la violencia exacerbada, las malquerencias y –sobre todo– por el más descarado oportunismo político.
La verdad jurídica –mal llamada histórica– está confrontada con la verdad mediática de quienes pretenden imponer intereses ideológicos… y eso es una tragedia adicional.
Edificios públicos destrozados, toma de autopistas y retención de policías, son –otra vez– expresiones del caos interesado y oculto detrás de aquella noche trágica; mantener viva la protesta por los desaparecidos también resulta un gran negocio.
La autoridad no puede mostrar sorpresa. El Gobierno Federal y la escuálida administración de Rogelio Ortega sabían de la tormenta que viene, por eso el gobierno intenta –una vez más– el control de los daños colaterales… y evitar que el incendio se propague aún más.
Por ahí va la intención del Presidente de la República al recibir a los familiares de los desaparecidos. Mañana en Los Pinos, Enrique Peña Nieto aguantará metralla y volverá prometer y comprometer los esfuerzos del Estado para desentrañar la verdad y castigar a los criminales. No se trata de dialogar ni de convencer, simplemente de amortiguar el peor golpe a la credibilidad del régimen.
A un año de la noche trágica de Iguala, las cosas están peor; la falta de justicia ahonda la crisis de confianza. A estas alturas, el problema es volver a investigar y hacer creíble el resultado.
Aún arde Ayotzinapa.